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La pereza. La pereza es una anciana sabia. Con muy mala reputación. Silenciada. Apartada. En un mundo que ella misma no acaba de entender. Realmente, ¿quién lo entiende?. Trabajar, trabajar, y trabajar. Gastar. Comprar. Esperpento total. Imposible de explicar. Y allí está ella. Con su túnica de seda negra. Relegada a la esquina. Esperando que la escuchemos. Atónita ante tanto despropósito. Observando en lo que nos hemos convertido. Asombrada. Nos sonríe con melancolía. Nos mima. Descansa. Para. Mira. Observa. Piensa. Respira el silencio. Cierra los ojos. ¿Hasta dónde quieres llegar?. ¿Para qué?. ¿Por qué?. La pereza es esa madre a la que todos deberíamos escuchar. La pereza.
Texto & Foto: Belén de Benito (17) La lujuria. La lujuria es una niña. Una niña a la que repitieron tantas veces que era mala, que hasta ella misma se lo acabó de creer. Y también los demás. Y así creció. Rodeada de fango y de fealdad. Con sus pequeños pies manchados de barro. Sin poderse mover. Una niña. Tan solo eso. Confundida. Perdida. Prejuzgada. Una niña saltarina con ganas de jugar. La lujuria es una eterna incomprendida. Encerrada. Desnaturalizada. Atada. Un pájaro de oro en una jaula negra de barrotes oxidados. Aniquilada. Escondida. La lujuria es una niña, nada más. Deseando que alguien la saque a pasear. Inocente. Desinhibida. Sonriente. Única y especial. Esperando la libertad. Todo aquello malo que oigas de ella, tan sólo es un cuento que nos vendieron mal. La lujuria.
Texto & Foto: Belén de Benito (17) “La Soberbia”
La soberbia. La soberbia es un señor orondo que suele llevar un bastón. Aunque puede andar perfectamente. Un personaje abrupto que con frecuencia eructa estupideces. La soberbia es una caja llena de palabras innecesarias. Una ceja que se dispara sin control. Una diarrea repulsiva. Un rostro desagradable. Una boca incontrolada llena de información nunca esperada y mucho menos bienvenida. Una estúpida inaguantable. Un disfraz de “todo” que esconde la más absoluta de las nadas. La soberbia. Foto & Texto: Belén de Benito (17) La envidia. Ay, la envidia. La envidia es esa zorra que nos habita, aunque la neguemos. Un lobo que disfruta disfrazándose de cordero. Suele ir de negro. Intenta pasar desapercibida. Es discreta. Disimula con falsos halagos. Se aproxima. Acecha. Y sí, al final arrebata. Lo consigue. Y cuando ya lo tiene, no siente nada. Porque la envidia es un saco roto imposible de llenar. Le envidia es una eterna infeliz. Una hiena insaciable. La envidia. Esa amiga que nos lleva de la mano y que todos conocemos. Esa amiga que todos afirmamos no conocer. Esa amiga que durmió en nuestra casa, al menos una vez. La envidia. Ahí está. Aquí está. Dentro de todos nosotros. Es bueno conocerla. Reconocerla. Saludarla. Para que no nos vuelva a acompañar. Jamás. La envidia.
Foto & Texto: Belén de Benito (17) La ira. Nacemos con ira. Estoy segura de que es lo primero que sentimos al dejar útero el materno. Ira. Una ira explosiva. Asustados. Perdidos. Suspendidos en un abismo de aire. Gritamos ante lo desconocido. Lloramos desconsolados. Hasta que volvemos a la piel de la madre. La ira. Nos acompaña desde entonces. Incontrolable. Una diva que aparece cuando menos te lo esperas. Y se hace notar. Ya lo creo que sí. Siempre. Vestida de satén rojo. Tan brillante. Tan dominante. Ella. Sonríe cuando consigue el control. Triunfante. Exaltada. La ira nace en la mirada. Y es en ese justo momento, justo antes de escapar, cuando es más hermosa. Mirada animal. Mirada fuerte. Mirada vulnerable. La ira es todo eso. Un falso escudo de frágil cristal. Un saco oscuro donde guardamos todos nuestros miedos. La ira.
Foto & Texto: Belén de Benito (17) Tengo tantas cosas en los cajones que he decidido que salgan a pasear. Que cobren vida. Están ahí, adormiladas. Una de ellas es “Siete”. Un proyecto que Forma parte de “Padre”. Recordé que cuando era niña una sola cara de mi padre bastaba para que yo entendiera. Una sola expresión. Una sola mirada. Un solo gesto me indicaba los pasos a seguir. De la diversión al enfado. Un abanico tan amplio que se desplegaba a golpe de ceja, labio, nariz. Todo valía para expresarse sin mover una sola cuerda vocal, y yo entendía, ya lo creo que lo hacía. Cuando callar, o cuando hablar. Una habilidad que he heredado de él y que tiene un doble filo. Es bueno. Y es malo. Porque se nos ve. Se nos ve en la expresión. En el gesto. Lo que hay. Somos como mimos. Actores de teatro a punto de actuar. Sinceridad facial. Sinceridad a ratos fatal. O genial. Imposible de controlar. Así que decidimos jugar con ello. Con su habilidad. Así nació “Siete”. Inspirados en la película “Seven”, una de mis favoritas. Con un fondo negro, una vestimenta negra, y luz natural, él sólo tenía que valerse para hacerse entender. Como cuando mi hermano y yo éramos niños, y una sola mirada suya nos hacía pararnos como estatuas de hielo. La ira, la envidia, la soberbia, la lujuria, la pereza, la avaricia, y la gula. Ahí fueron saliendo los siete. Incontrolables. O controlados. Domados o desbocados. Quién sabe. Una invitación a la reflexión sobre lo que somos. O sobre lo que no somos. Que cada uno elija. Siete retratos. Uno cada día. Que subiré desde mañana. Domingo. Buen día para liberar los pecados.
Texto & Foto: Belén de Benito (17) Los fotógrafos somos gente observadora. Lo somos. “Niña estás atontada”, “estás en las nubes, baja a la tierra”, eran frases que oía con frecuencia. Rezos continuados y bastante agotadores. Que por un oído me entraban y por otro me salían. No estaba atontada. Tampoco en las nubes. Simplemente me recreaba en los pequeños detalles que para los demás pasaban inadvertidos.
Nos recreamos. En nuestro mundo particular. Lo hacemos. De niños somos capaces de hacer un viaje en total silencio. Las diminutas manos apoyadas en el borde de la ventanilla mirando cada detalle como si quisiéramos atesorarlo todo en nuestra memoria. Así éramos. Y así seguimos. Y son esos pequeños detalles que suelen ser invisibles a los demás los que nos hacen ver aquello que no parece estar. Pero que está. Está. Y es importante que esté. Aunque ni te fijes. Belleza invisible que nos hace sentir que estamos en un sitio único y especial. Mi ciudad es elegante y decadente. Como un antiguo palacio veneciano. Cada esquina susurra una historia. Sólo hay que saber escuchar. Mirar. Respetar. Texto & Foto: Belén de Benito (17)
Cuando no te encuentres te hallarás. Te hallarás. En el momento más inesperado, te hallarás. Sólo has de dejarte llevar. Cuando no te encuentres, es que, quizás, sólo quizás, tenías la necesidad de perderte.
Y que no te cuenten historias. No. No es cuestión de quererte, ni de querer a los demás. No. Es que somos así. Animales perdidos buscando con nuestros sentidos. Y hay días que estamos. Y días en los que nos abandonamos. Y no pasa nada. Cuando no te encuentres, saca tus viejas fotos. Te hallarás en tus recuerdos. Aquellos que un día abandonaste en el cajón de los olvidos. En ellas reside lo importante. Deja que ellas te lleven a tu camino. Foto & Texto: Belén de Benito (17) "De verdad"
Hoy una amiga, Rocío, subía una foto a Instagram. Tal y como ella decía era un bizcocho normal, y cito textualmente: "Ya, ya sé que es sólo un bizcocho normalito, de yogur, de esos que hacen hasta los niños". La contesté de inmediato: "Da gusto ver cosas normales. Sencillas. De las que realmente hacemos todos. Ese bizcocho es de verdad". Y esta nimia conversación, tan llena de obviedades que han dejado de serlo, me hizo pensar. Ya lo creo que sí. De verdad. Mi casa es de verdad. Mi casa es tan antigua como yo. En ella habitan bizcochos rotos hundidos por el medio, suelos apolillados, maderas viejas, juguetes antiguos, muebles que pertenecieron a otras personas, y luz, una bonita luz del Norte que todo lo inunda. Mi casa mira al Norte. Mi casa mira al mar. Un mar que trae vientos fríos y huracanados, llenos de lluvia en forma de goteras y humedades. Sus paredes están llenas de historias, de dibujos furtivos a lápiz que nunca borro, de las alturas de mis hijos que allí quedaron, y de manos como las de Altamira. Está llena de desorden que yo me empeño en ordenar. Mi casa huele a lleno. Mi casa huele a familia. Mi casa huele a vida. Mi casa huele a verdad. De verdad. Mi vida es de verdad. A veces me gusto. Otras veces no tanto. A veces, realmente, me encuentro insoportable. Lo mismo me pasa con mi familia, con mis amigos, con todo en general. Porque nada de lo que me rodea es perfecto. Nada. Porque la vida es eso. La vida es como un bizcocho medio roto. Está bueno, sí, aunque la pinta no sea tan estupenda. Y habrá trozos mejores, y trozos peores. Y no pasa nada por subir una foto de esa maravillosa imperfección. Verbalizar ese día en el que las cosas salen mal. Y no. No tienes porque estar deprimida por ello. Ni haber tenido un día garrafal. Qué va. Es que se nos está olvidando la verdadera y jodida realidad con este mundo de "bonitismo" agotador. Y es que el mundo es imperfecto. Nosotros somos imperfectos. Nuestros viajes. Nuestros hijos. Nuestros maridos. Nuestras vidas. Todo es imperfecto. Y no pasa nada. Es que es así. Es así. Se nos está olvidando que eso es lo normal. Viajes imposibles, amigos que amas hasta la extenuación, parejas que darían la vida por ti, hijos vencedores, días de ensueño, noches de pasión. Vidas de espejismo. Agotador. Tiene que ser agotador. Yo en cambio, aquí estoy, nadando en la normalidad. Y con una lista inteminable de cosas pendientes por hacer. Esto es lo que dio de sí ese bizcocho de Rocío. Ya me lo dice siempre mi madre: "Hija, es que tú te comes el coco de cojones". Qué razón tienen las madres. Pensamientos de un martes cualquiera, mientras un buen hombre me repara la humedad del techo, y mi casa huele a pedo de coliflor. Todo muy, muy, de verdad. Foto & Texto: Belén de Benito (17)
La bola blanca. La fascinante bola blanca siempre está ahí. Empieza el juego y lo termina. Siendo la única que encuentra de nuevo el camino para salir ella sola y volver a empezar. Las otras, de colores llamativos y previamente numeradas, se quedan ahí atrapadas, una vez que el juego concluye.
Las lisas pertenecen a un jugador. Las rayadas a otro. Pero todas ellas, da igual su condición, una vez que entran por el agujero, permanecen quietas en los laberínticos recovecos del interior de la mesa, esperando a que alguien accione un botón para que el juego vuelva a empezar. La bola blanca es diferente al resto. Unas veces unos milímetros más, otras veces un pequeño imán en su interior, hacen que sepa encontrar su propio camino. Sin esperar a que nadie la libere, sin esperar a que nadie la maneje. Ayer tuve esta gran revelación mientras mis hijos, hermanos ellos, acababan su partida luchando con los palos de billar. "Que si tú empezaste, que no, que has sido tú, que yo he ganado, que no que eres un tramposo, que no me pegues, que me has pegado tú primero" . Y mientras , ella ahí, quieta, iluminada por esa luz cenital. La bola blanca. Foto & Texto: Belén de Benito (17)
Mi padre es una persona especial. Una persona única. Y no lo digo porque sea mi padre. No. Lo digo porque es así. Siempre le hemos llamado "Jefe". "El Jefe". Porque mi padre es muy jefe. Lo es de forma natural. Sin ser consciente. Y todos le obedecemos. Sin rechistar. Mi padre tuvo una infancia complicada. Muy complicada. De la que rara vez te hablará, a no ser que le preguntes. Y yo pregunto mucho. Porque tiene una historia tan fascinante y diferente, como es él.
Su madre se murió cuando tenía cuatro años, y con ella se fueron los días felices de su niñez. No lo tuvo fácil. Nada fácil. Y con 18 años, dejó su casa, y se buscó la vida. Siempre lo ha hecho. Y no lo hizo mal. Nada mal. A nosotros nos regaló una infancia llena de amor y de buenas experiencias. Todo lo contrario a lo que él vivió. Mi vida ha estado llena de besos, abrazos y de "te quiero". A diario. Y mis noches de miedo las he pasado a su lado, agarrada a sus preciosas manos, heredadas de mi abuela pianista. Nunca protestó. Y mira que yo era pesada. Muy pesada. "Papá tengo miedo". Y ahí venía él, a las dos de la mañana, a las tres, daba igual. Se ponía una silla al lado de mi cama, y me cogía las manos hasta que me volvía a dormir. En silencio. Sin pronunciar una palabra. No hay nada que me guste más que fotografiarle. Nada. Imaginar mundos entre los dos. Buscar fotos antiguas que nos sirvan de inspiración. Y crear juntos. Y por qué no, pensar que quizás, sólo quizás, sea capaz de inventar para él, aquella infancia que nunca vivió. Te quiero Padre. Te quiero Jefe. Texto & Foto: Belén de Benito (17) |
AuthorBelén de Benito Archives
April 2018
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